lunes, 11 de enero de 2010

Receta para una merienda


Era el lugar idóneo y sin embargo jamás lo hubiera pensado. Allí no era el mundo, sino que el mundo era allí.
Había una mesa repleta de dulces y varios comensales que charlaban. Respiraban un aire de café solo.
Fuera, la tierra húmeda era un lodazal de indeterminado color pardo.


Aquella mañana Cousas y yo habíamos viajado en furgoneta hasta la capital compostelana. La ida fue tensa, pero a la vuelta hicimos miles de bromas sobre llevar todo el puto día en la furgalla. Por la tarde, a golpe de furgalla blanca, recogimos a Thomas y nos adentramos en territorio desconocido... Gracias al simple, pero increíblemente preciso, mapa que nos había dibujado La Princesa, pudimos evitar la casa de la vecina loca y llamar al timbre de la puerta número 13. Era una señora casa, con su señor terreno. Dentro estaban todos y comimos y charlamos e intercambiamos regalos y sacamos fotos y, demasiado pronto, nos despedimos, porque había que irse, había que irse...


En el camino de regreso pensé que ahora comprendía mucho mejor a La Princesa. Tan solo había pasado una tarde allí, pero había sido suficiente para impregnarme de un gris plomizo, místico y tenebroso.
Un hogar para ancianos, una fábrica, un parquecillo abandonado, la obligada iglesia tétrica de piedra fría.
Yo no habría cambiado nada de esa tarde, excepto, quizás, mi generosidad para con ellos.